Eran, aproxiamdamente, las nueve de la mañana cuando Hascalana se encontraba en el Malecón Simón Bolivar pasmada por la vegetación. Al levantar su cabeza, pudo divisar los edificios de tamaño exagerado y al voltear, tomó unos cuantos segundos para observar con lucidez el tamaño del río Guayas. En él mismo, pudo ver barcos inmóviles y una hermosa vista que englobaba gran parte de la ciudad.
Hascalana sintió inquietud y siguió caminando con el fin de llegar a ver ciertas extrañezas propias de aquél lugar. Pudo percibir un aroma vegetal predominante. Fue el olfato el que la condujo a un apartado donde se encontraba un lago pequeño con patos huidizos, desbordantes plantas intensamente verdes y fucsias y flores blancas pulcras. Muy cerca del lago se hallaba una bandera ecuatoriana.
Quiero sentarme, pensó Hascalana de inmediato. Se dirigió con una mirada aventurera y temerosa a una de las bancas de madera que se ubicaban al frente del Río. Comió unos chifles picantes y una limonada para que descansen ella y su cámara de tanto movimiento.
Sintió que no era estratégico solo caminar por un lado del Malecón, por eso se dirigió con cautela traviesa hacia el lado derecho de éste. Ninguna belleza natural estaba pendiente de visitar.
Solo faltaba pasar con detenimiento por algunas tiendas, restaurantes y pubs que tenían leves diferencias con las ya conocidas por Hascalana.
Miró su celular y se dio con la sorpresa de que debía retornar al lugar en donde nació.
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