Cuando se aproximan las fiestas de alborozo cristiano, aparece una fuerza sobrenatural innata que, en cierto modo, obliga a creer en la existencia de un ser supremo, jefe del universo. Uno mismo se sugestiona a pensar que un ser divino nos ve a toda hora y en todo lugar, sentado en un sillón, observando cómo nos comportamos de acuerdo a su mandato biblíco. Quizás, muchas veces por desesperación, aseguramos que cierto hecho ocurrió por tal razón. Nosotros mismos nos convertimos en intérpretes como si fuésemos el Divino Redentor. Por ello, aún se sigue oyendo la frase "Todo sucede por algo". Aquella causa oculta de los acontecimientos se le atribuye a Dios, y nos libra de toda preocupación. Es inevitable pensar que nuestra vida recién cobra sentido cuando reconocemos la presencia de un jefe universal, quien rige nuestro actuar.
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